martes, 29 de abril de 2008

Sócrates

Liceo Domingo Santa María

Depto. De Filosofía/ G.V.P./

SÓCRATES (469-399 a. de C.)

Hace casi veinticuatro siglos, en Atenas tuvo efecto un proceso político que aún hoy es considerado uno de los acontecimientos más importantes de la historia. Un anciano sencillo y afable que no había ocupado jamás cargo social o político importante; que sólo había abandonado su ciudad natal durante el servicio militar, fue condenado a muerte. Se llamaba Sócrates.

En la época de Pericles, todo el mundo en Atenas conocía a este hombre que desde la mañana a la noche deambulaba descalzo y con manto raído por calles y plazas, entraba en las casas de baño y gimnasios, y entablaba conversación con toda clase de personas.

Empezaba hablando de las cosas más triviales: el tiempo, la cosecha, los precios del mercado. Pero al irse devanando el hilo de la conversación, el interlocutor comprendía que aquel hombre singular tenía mucho que decir. ¡ Qué manera de hacer reflexionar la de este extraño, cuyos ojos llenos de bondad y de inteligencia atenuaban su fealdad física! Sócrates escogió la divisa de Delfos, “Conócete a ti mismo”, como norma de conducta. Cada día hacía examen de conciencia e intentaba enseñar a los demás el difícil arte de hacerse mejores.

Hacia esta meta dirigía Sócrates la conversación con sus conciudadanos. Quería enseñar a los hombres que cada cual tiene en el mundo una tarea que cumplir, y que la más elevada es la de buscar la verdad, la justicia y la bondad. Quería enseñarles a escuchar la voz de la conciencia, ese geniecillo o daimon, que nos advierte cuando obramos mal. Quien se acostumbra a escuchar esta voz, obrará siempre bien y llegará a ser un hombre bueno. En otras palabras: “ Quien sabe lo que es el bien, hará igualmente el bien ”. Y ¿ Quién sabe lo que es el bien? Aquél que está tan acostumbrado a escuchar la voz de su conciencia que no puede evitar el obedecerla.

En Sócrates se fundían armoniosamente la vida y la doctrina. No hubo ariscas estridencias en este sabio; era, por naturaleza, un sincero amigo de los hombres, compartía sus desgracias y gozaba con sus alegrías.

Sócrates nació en 469 antes de Cristo. Su padre era cantero y también él ejerció este oficio algún tiempo, pero lo abandonó para consagrarse a conducir a los hombres, en la medida de lo posible, hacia la perfección. Una pequeña granja le proporcionaba lo estrictamente necesario para su sustento, el de su mujer y el de sus hijos.

Sus necesidades eran muy limitadas. En uno de los escritos de Jenofonte, un sofista dice a Sócrates: “Llevas una vida como ningún esclavo la soportaría; nunca se contentaría él con un alimento tan parco, con tan escasa bebida y vestidos tan pobres. Debo reconocer que nos das ejemplo de sobriedad”. Sócrates le responde: “¿Acaso te son más sabrosos tus platos suculentos que a mí el sencillo alimento que tomo? No pienses que la felicidad reside en un modo de vida lleno de superfluidades. Al contrario, quien menos necesidades tiene, más se acerca a la divinidad.

Nadie más desligado del mundo ni más indiferente al juicio de los hombres que este pensador capaz de abismarse en sus pensamientos cuando un problema de importancia preocupaba a su espíritu. Así le vemos en el diálogo El Banquete, el más célebre y, desde el punto de vista artístico, el más perfecto de los escritos de Platón. Sócrates es invitado a comer; los demás convidados han llegado ya, pero abstraído, el gran filósofo pasa de largo y se encuentra ante otra casa. El anfitrión quiere llamarlo, pero uno de los invitados, que conocía bien a Sócrates, dice: “No, no déjalo. Eso le sucede con frecuencia. No lo molestes”.

Durante el banquete, Alcibíades hizo un panegírico de Sócrates contando entre otras cosas lo endurecido que estaba por toda clase de privaciones. En una expedición militar a las montañas de Macedonia, donde habían combatido juntos, “ resistió todas las adversidades, no solamente mejor que yo, sino también mejor que nadie. Como suele suceder en el curso de una expedición, cuando fuimos copados con todo el grueso del ejército y tuvimos que aguantar el hambre, nadie resistió más que Sócrates. Y sólo él fue capaz de divertirse de verdad en el transcurso de una fiesta”.

Sócrates sondeó a fondo la cultura de sus contemporáneos y descubrió cuán superficial y hueca era: un barniz de conocimiento, no un todo coherente. Por eso Sócrates dedicó su vida a luchar contra la sabiduría aparente y las frases hueras.

El sofista Hipias era el prototipo del “erudito” que sabía un poco de todo sin haber profundizado de verdad en nada. En un diálogo platónico se recoge un altercado que tuvo con Sócrates. Hipias acababa de pronunciar una conferencia muy elogiada por uno de sus amigos y admiradores; Sócrates, por el contrario, no decía nada. Preguntado qué opinaba, declaró que, no habiendo podido seguir la totalidad de esta lectura, le gustaría hacer algunas preguntas. En su conferencia, Hipias había descrito a Aquiles y a Ulises como opuestos; aquél sincero, leal y espontáneo; éste, falso y astuto.

Sócrates lo forzó a reconocer que Aquiles también mentía. Hipias señaló entonces que Aquiles mentía involuntariamente, mientras que Ulises lo hacía con conocimiento de causa. Aquel que comete a sabiendas una acción mala es peor que quien obra el mal sin quererlo; aquél merece ser severamente castigado, mientras que éste, que obra contra su voluntad, debe ser tratado con consideración. Sócrates agradecía con sinceridad las respuestas que iba recibiendo del “sabio”, pero aún seguía sin comprender, por lo que rogó a Hipias tener un poco de paciencia. Sacó entonces a colación a dos atletas que en una competencia corren con lentitud: el primero porque no puede correr más rápido, el otro porque no quiere. ¿Quién de los dos es mejor corredor?, preguntó Sócrates.

Hipias se vio obligado a responder que el mejor corredor es quien puede correr deprisa, si quiere. También reconoció que se plantea idéntica cuestión cuando un hombre versado en ciencias y artes, y otro completamente ignorante en tales cuestiones cometen los mismos errores.

Los antagonistas estaban, pues, de acuerdo; quien posee más comprensión, o tiene mayores facultades, es mejor que otro sin esa comprensión o esas facultades. Y cuando el iniciado comete un error, también es mejor que el profano que comete errores involuntarios. “Por otra parte – dijo Sócrates – la justicia es una facultad. Ahora bien, lo que es válido para la facultad de comprender la música, o de ejercitar las ciencias, debe ser válido para la justicia: el que con conocimiento de causa obra injustamente es, pues, mejor que quien obra injustamente sin proponérselo.”

En este momento, Hipias vio que Sócrates había triunfado con preguntas capciosas. Sócrates lo había llevado a afirmar lo contrario de lo que había dicho momentos antes y, naturalmente, Hipias no quiso esta conclusión.

“Yo tampoco, Hipias – replicóle Sócrates -, y, sin embargo, nuestro examen nos ha conducido ahí sin género de dudas. Como ves, mis pensamientos vagan de acá para allá sin llegar a ningún resultado. No es de extrañar que yo y otros profanos en la materia nos equivoquemos; pero vosotros, los sabios, os equivocáis también. He aquí una desgracia tanto para nosotros como para vosotros, pues aunque seamos conducidos por vosotros no somos guiados por el verdadero camino”.

Sócrates había determinado consagrar su vida a esta tarea esencial: enseñar a los hombres, a abrirles los ojos sobre lo poco que en verdad se sabe, y despertar así en ellos el ansia por un conocimiento válido y sólido. No realizó esta tarea con exhortaciones y sermones; hacía preguntas para conducir a su interlocutor al punto de vista que él quería. Tampoco dejó escritos.

Cuando Sócrates entablaba conversación con alguien, tenía éste que “dejarse guiar de acá para allá hasta que se veía forzado a percatarse de cómo vivía o había vivido”.

Sócrates quería alumbrar nuevos hombres: comparaba su modo de proceder con el de su madre, que era comadrona (mayeuta), también él quería practicar a su manera la obstetricia (mayéutica), ayudando a cada cual a “parir” la doble verdad que, como un niño divino, llevaba dentro: la verdad de lo que debe desearse, hacerse u omitirse, y la verdad de lo que la gente en realidad desea, hace u omite – lo primero, mediante la argumentación; lo segundo, a través de la sincera observación psicosocial.

De la misma manera que en cada faceta de la vida es necesario ser competente para hacer bien cualquier cosa, según Sócrates, también es necesario en la moral el conocimiento para obrar bien; sólo aquél que sepa lo que es bueno, puede obrar bien.

El conocimiento acerca del bien tiene una importancia especial y es mucho más elevado que cualquier otro saber, pero no puede ser enseñado de igual modo que las demás ciencias. Quien quiera adquirir este misterioso conocimiento debe, según explicaba Sócrates a Alcibíades, “esperar a que la divinidad le abra los ojos y disipe la niebla que ofusca su visión”. El bien es una ciencia que sólo puede aprenderse por la experiencia. Algo parecido al cambio interior llamado conversión en jerga cristiana. Así se explica la aparente paradoja de la célebre frase de Sócrates: “ Quien sabe lo que es el bien, obra también el bien”.

Sobre todo, Sócrates quería curar el cáncer moral que habían hecho proliferar los sofistas, esos pretendidos profesores de sabiduría que no creían en nada.

Cuando se ataca una superstición antigua y anquilosada, la crítica puede ser útil y saludable. Los pensadores críticos han hecho nacer la ciencia y progresar a la humanidad en el camino de la civilización. Pero cuando los sofistas borraron los límites entre el bien y el mal volviéronse peligrosos.

El gran maestro Protágoras llegó a la siguiente proposición: no se puede decir de una cosa lo que realmente es, sino únicamente expresar la impresión que causa a nuestros sentidos. La temperatura que para uno es fría, para otro resulta agradable; un fragmento musical puede ser del gusto de uno y un ruido insoportable para otro; hay quien come con fruición la sopa negra espartana y quien no puede oler ni ver dicho plato sin sentir náuseas. Todas las impresiones sensoriales dependen de quien las experimenta: “El hombre es la medida de todas las cosas”. No conocemos cómo es “la cosa en sí”.

El sofista Gorgias iba más lejos todavía. Declaraba que, en realidad, no conocemos nada del mundo que nos rodea. Y aunque conociéramos algo, seríamos incapaces de comunicarlo a los demás, pues incluso las palabras no tienen exactamente la misma significación entre diferentes personas. Otros sofistas llevaron esta tesis al terreno de la ética. De la misma manera que no existe una realidad válida para todos los hombres, estos sofistas pensaban que tampoco existe un deber que tenga un valor igual para todos. Aquello que los hombres llaman ley no es más que un conjunto de preceptos que en una época o en circunstancias determinadas, se consideran buenos y útiles por sí mismos. Deben, pues, obedecerse las leyes del Estado, siempre que ello redunde en nuestro interés. Con semejante enseñanza, los sofistas ejercieron pernicioso influjo en la concepción del derecho, y sus discípulos no sólo superaban a sus maestros en la esgrima verbal, sino en el arte de tergiversar la ley. Semejantes hombres siempre estaban dispuestos a encargarse de la defensa de asuntos equívocos y echar por tierra las cosas más respetables.

Al contrario de los sofistas, Sócrates estaba persuadido de que existía una ley eterna válida para cada hombre y que nadie podía transgredirla impunemente. Sócrates, comentando la teoría de Protágoras según la cual el hombre es la medida de todas las cosas, dijo: “Si su teoría implica que las ideas de cada uno de sus alumnos son tan sabias como las suyas, los discípulos son tan sabios como su mismo maestro. ¡Que barbaridad que un hombre que defiende tal teoría pretenda enseñar a los demás y encima se atreva a cobrar dinero por ella!

Muchos debieron a Sócrates el llegar a ser hombres dignos, pero los enemigos y envidiosos no eran menos.

Sócrates enseñaba con preferencia a los jóvenes bien dotados, que volvían a casa rebosantes de ideas nuevas que sus padres consideraban inadmisibles. Es de imaginar, pues, el estado de espíritu de la vieja generación respecto de a este “corruptor de la juventud”: “enseñaba a los hijos a sublevarse contra la autoridad paterna y a considerarse más sabio que sus padres. No faltaba más... Vagabundeando por las calles con este viejo original, los jóvenes descuidaban sus deberes”.

Uno de los acusadores de Sócrates, un curtidor, parece que lo hizo por razones familiares de este género. Su hijo solía ir con Sócrates, que fundaba grandes esperanzas en este joven de inteligencia vivaz y dotes innegables. Trató, pues, de persuadir al padre para que permitiera a su hijo seguir otra ocupación distinta de la de curtidor. Y el padre, “muy digno”, encontraba improcedente que aquel viejo loco se mezclara en tales cuestiones.

Finalmente, las cosas llegaron tan lejos que algunos enemigos de Sócrates se atrevieron a presentar quejas contra él. Le acusaban de no creer en los dioses de su patria, de introducir nuevas divinidades – así entendían aquello del daimon de que hablaba Sócrates – y de corromper a la juventud.

La irreligión era severamente castigada. El acusador pidió la pena de muerte. Sócrates consideraba la acusación tan absurda, que apenas trató de defenderse. Asistió al proceso sin haber preparado su defensa y habló con la misma sencillez que empleaba cada día en las calles y plazas. “¿Sería digno, oh, jueces, que a mi edad me presentase ante vosotros como un pícaro que puliera las frases?” Estas son las palabras que dirigió a los jueces según la Apología de Sócrates, de Platón. No hizo ningún esfuerzo para conmover a los miembros del jurado con lágrimas y súplicas, como era costumbre. Según él, la sentencia de un juez no debía ser un favor, sino estar basada en una interpretación exacta y concisa de la ley.

Además, por extraño que ello parezca, para Sócrates lo más importante no era saber si sería o no condenado a muerte, sino si los atenienses iban a pronunciar una sentencia justa. Tomaba tan a pecho su tarea de educador del pueblo, que consideraba su vida como detalle secundario; lo esencial era saber si sus conciudadanos eran capaces de reflexión y justicia. Las palabras que pronunció ante el tribunal no tenían por objeto convencerles, sino impedir que los atenienses cometieran una injusticia. “No creo que esto sea permisible según la ley divina y las leyes humanas. Quien hace el mal sólo se perjudica a sí mismo”. Y Sócrates quería impedir que los atenienses cometieran este delito contra ellos mismos. Su muerte no importaba. Por fin se dictó la sentencia: Sócrates es culpable.

El acusador exigió la pena de muerte. En procesos de este tipo el acusado tenía el derecho de suplicar una pena más leve; si Sócrates hubiera pedido el destierro, los jueces se hubieran sentido satisfechos, pues el acusado había sido declarado culpable sólo por escasa mayoría. Pero era imposible que Sócrates solicitara tal condonación: Primero, porque ello significaba una confesión de culpabilidad, y segundo, porque en el exilio no hubiera podido seguir la obra que era la razón de su vida. Debía, pues, solicitar otra forma de castigo.

“Veamos, ¿Qué puedo proponer yo a mi vez como castigo, oh, atenienses? ¿Sin duda el más justo?¿Qué es lo más adecuado a la situación de un hombre pobre que necesita tiempo para serviros y exhortaros? Nada os convendría mejor, oh, atenienses, que mantener a un hombre tal en el Pritaneo. Cosa más justa para él que para quien vence en los Juegos Olímpicos con un caballo, una biga o una cuadriga, pues éste os proporciona una dicha aparente; en cambio, yo os doy el ser”.

Hablando de esta guisa un acusado recién declarado culpable era como provocar a los jueces a dictar de inmediato la pena capital. La sentencia fue, en efecto, de muerte y con mayoría más notoria que en el veredicto de culpabilidad.

Sócrates escuchó la sentencia con una calma imperturbable. Su actitud ante los jueces muestra a las claras que estaba muy por encima de la cólera y de las debilidades humanas. Juzgaba que su muerte debía ser ejemplar, como su vida; su muerte había de quedar grabada en la conciencia de sus conciudadanos y en las generaciones futuras con más fuerza que cualquier palabra que pronunciase. Su muerte sería, en efecto, la confirmación de cuanto afirmara durante su vida. Platón pone en boca de Sócrates estas palabras finales, dirigidas a los jueces: “Ha llegado el momento de partir, yo para morir y vosotros para vivir. Pero sólo Dios sabe quién de nosotros se encamina hacia un destino mejor”.

Sus amigos y discípulos estaban desesperados. Cuando uno de ellos se lamentó de que su venerado maestro iba a morir inocente, Sócrates le acarició los cabellos mientras le decía: “¿Preferiría que muriera siendo culpable?”

Permaneció fiel a este principio: Vale más padecer la injusticia que cometerla, aunque haya que escoger entre la vida y la muerte. El testamento que recoge los últimos momentos de Sócrates, escrito por Platón en el diálogo Fedón, constituye una de las obras más bellas que se hayan escrito jamás. Esta obra produce una impresión profunda, acaso mayor por estar escrita con tanta sencillez y ponderación. Fedón, discípulo de Sócrates, cuenta así el recuerdo que conservó de estos instantes excepcionales:

“Sócrates llegó a nosotros rodeado de un nimbo casi celeste. Las impresiones que recibí estando a su lado fueron inmensas. No era la compasión de ver a un hombre ajusticiado a quien estaba íntimamente unido lo que me conmovía. No, era que veía ante mí a un hombre feliz. Feliz a juzgar por su manera de comportarse y de hablar. En sus últimos momentos demostró serena dignidad; hasta tal punto que me pareció que iba hacia la morada de Hades con permiso divino y más bien para encontrar allá, pasada la frontera de la vida, una felicidad como nadie pueda sospechar jamás”.

De madrugada, el condenado a muerte recibió la visita de sus amigos. Su esposa Jantipa estaba a su lado con un niño en brazo, el menor de sus tres hijos. Cuando los amigos de Sócrates entraron en la celda, la mujer comenzó a lamentarse de tal forma que Sócrates pidió la llevasen a casa para que no turbase con sus quejas la conversación con sus amigos. En efecto, aún tenía algo que decir para manifestar la confianza y la alegría con que emprende su último viaje.

Al amanecer, entró un guardián y anunció a Sócrates que había llegado el momento de apurar la copa de veneno. Pero el gendarme no pudo dominar sus sentimientos, sollozó y dijo: “Tuve muchas ocasiones de ver que eres el hombre más generoso y apacible y el mejor de cuantos entraron en estos lugares”.

Volvió al cabo de un rato acompañado del portador del veneno. Al ver al verdugo, dijo Sócrates: “Bien, amigo mío, tú que estás al corriente, dime ¿qué es lo que tengo que hacer?”. Respondió el hombre: “Nada especial; después de haber bebido, pasea un poco, hasta que las piernas se vuelvan pesadas y luego quédate tendido; el resto viene por sus pasos”. Y diciendo esto tendió la copa a Sócrates. Éste la tomó sin perder la serenidad, sin el menor temblor, sin cambiar de color ni alterarse. No obstante, mirando fijamente a quien le presentaba la copa, preguntó: “Dime, ¿está permitida la * libación de este brebaje a alguna divinidad? “mezclamos, Sócrates – respondió el hombre -, sólo lo necesario para beberlo”. Comprendido – dijo Sócrates -, “pero al menos estará permitido, e incluso es un deber, dirigir a los dioses una plegaria por el feliz éxito de este cambio de residencia, de aquí a allá. Esta es mi oración: ¡Así sea!”. Dicho esto, sin esperar más, sin muecas ni repugnancia, bebió hasta el fondo la copa.

Entonces, nosotros, que hasta entonces habíamos conseguido retener las lágrimas, cuando vimos que bebía, que había bebido ya, no pudimos más. Fue algo superior a mis fuerzas. Vertía lágrimas acompañadas de sollozos; oculto el rostro, lloraba la desolación que me embargaba (¡ciertamente no era por él!: sí, por mi desgracia, pues me vería privado de tal compañero y amigo). Critón, incapaz de retener el llanto ni siquiera ante mí, se levantó para salir. En cuanto a Apolodoro, que había cesado de llorar, empezó a gritar de dolo y cólera, partiendo el alma a cuantos estaban presentes, excepto, claro está, al propio Sócrates: ¿Qué os pasa? – exclamó Sócrates -. ¡Sois incomprensibles! Si mandé que se fueran las mujeres fue precisamente para evitar esta falta de serenidad. Aprendí que se debe acabar con palabras felices. ¡Estad tranquilos, vamos, tened ánimo! Al oír tal lenguaje, nos avergonzamos y dejamos de llorar.

Paseó hasta sentir las piernas pesadas. Entonces se tendió de espaldas, como le recomendó el verdugo. Cuando el veneno hizo su efecto, Critón cerró los ojos del difunto.

“Ése fue el fin de nuestro compañero, de quien podemos decir con toda verdad que fue el mejor y el más sabio y justo de todos los hombres de su tiempo”.

* Libar: Beber suavemente el jugo de una cosa.

g.v.p.

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