martes, 29 de abril de 2008

Platón

Liceo Domingo Santa María

Depto. De Filosofía/ G.V.P./

P L A T Ó N

Fue el discípulo más importante de Sócrates y quien transmitió a la posteridad el mejor retrato de su maestro. Sus contemporáneos lo llamaban “el príncipe de la filosofía”.

Platón nació en 427 antes de Cristo, en el quinto año de la guerra del Peloponeso. Pertenecía a una de las familias más distinguidas y opulentas de Atenas, de cuyo último rey su padre se enorgullecía de descender. Tan alta alcurnia proporcionó al ambicioso joven todas las facilidades para desempeñar un papel relevante en la política; pero al entrar en la vida social y pública un acontecimiento cambió el rumbo de su vida: conoció a Sócrates. ¿Qué significaba una carrera política comparada con la compañía de aquel filósofo y con el hecho de poder participar en su obra bienhechora?

Cuando lo de la cicuta, Platón adoptó una decisión irrevocable: continuar la obra de un maestro que sellaba su doctrina con su muerte. Platón tenía veintiocho años cuando determinó seguir este ideal y sacrificar los honores al deber y a una auténtica felicidad. Ante todo, creyó que su tarea principal era reivindicar la memoria de su maestro. Con tal fin escribió la Apología de Sócrates y Critón. En verdad, no son estas las primeras obras de Platón, ya que antes escribió otras. Los eruditos creen que, al menos, los diálogos Protágoras e Hipias I y II, que nos presentan a Sócrates discutiendo con los sofistas, son anteriores a las obras citadas. Además, influido por la muerte de Sócrates, escribió uno de sus diálogos más célebres, Gorgias, llamado también “el canto de la justicia”.

Platón inició su vida literaria como dramaturgo, y cuando decidió dedicarse a la filosofía quemó sus obras juveniles. Los escritos de Platón, profundo pensador, muestran también la belleza de un gran artista. Los diálogos de su mejor época son verdaderas obras maestras; ofrecen interés, palpitan de vida y crean un perfecto retrato de la serie de personajes que desfilan ante el lector.

Antes de continuar la obra de su maestro, Platón tuvo que superar el duro golpe que significó para él la muerte de Sócrates. Durante mucho tiempo se alejó del pueblo que había condenado a muerte al mejor y más noble de los hombres de los hombres. Se fue a Egipto, país enigmático que encerraba una oculta sabiduría. Allí parecía que el tiempo se había detenido, que el país poseía un no sé qué de eterna inmutabilidad. Platón encontró la paz en la tierra de los faraones, profundizó en su vida interior y volvió a Grecia como regenerado, como si fuera otro.

A su regreso visitó Italia del Sur, donde conoció la doctrina de los pitagóricos, en la que se inspiró cuando, más tarde, fundó y dirigió la escuela filosófica de Atenas. Sin duda, tomó de los pitagóricos principios filosóficos tales como la creencia en la metempsicosis (doctrina según la cual transmigran las almas después de la muerte a otros cuerpos más o menos perfectos, según los méritos alcanzados en la existencia anterior).

Dión, joven de veinte años y yerno del tirano Dionisio I, se hizo uno de los discípulos más fieles de Platón en Siracusa. El mismo Platón decía del muchacho: “Hizo suya la doctrina que yo enseñaba sentíala con más celo que ningún otro joven”. Dionisio, en cambio, no participaba de tal entusiasmo.

Después de una ausencia de diez años, Platón regresó a Atenas con la idea de acometer su misión: Perfeccionar la sociedad haciendo mejores a los hombres. Reunió un grupo de compañeros dotados de temperamento idealista y fundó una comunidad a la manera de los pitagóricos. Vivían en una casa de campo situada a las afueras de Atenas, en un lugar dedicado a Akademos, héroe legendario; por eso se llamó al lugar Academia. Platón en los peristilos y en largos paseos con sus discípulos por los tranquilos bosques de la academia, planteando problemas filosóficos y otras cuestiones científicas. Así nació la primera academia del mundo y la de mayor duración de todas las de su género. Cuando el emperador Justiniano la cerró en 529 después de Cristo, contaba ya con nueve siglos de existencia.

La academia no era sólo una escuela, sino también un centro de investigación científica: podríamos decir la primera universidad. Iniciáronse allí estudios de Psicología, la ciencia del alma humana, y de Lógica, la ciencia que regula las leyes del pensamiento. Pero de todas las ramas de la filosofía, Platón atendía con especial dedicación a la Ética. Como buen heleno, también juzgaba que la mesura y la reflexión son las virtudes más importantes.

Entre las concepciones éticas de Platón figura lo que podríamos llamar el primer examen científico del problema del alcoholismo. Estudió primero las diversas opiniones de los pueblos sobre las bebidas alcohólicas. Después, estudió las secuelas alcoholismo y observó su influencia al excitar apetitos y pasiones y perturbar los sentidos, la inteligencia y la memoria, que a veces llega a desaparecer. Platón creía que el vino era conveniente a las personas de cierta edad, proscribiéndolo en absoluto a los menores de dieciocho años.

La doctrina de Platón cristalizó en el círculo de alumnos reunidos en la academia. Expuso los fundamentos de su sistema filosófico en cuatro diálogos: El Banquete, Felón, Fedro y La República, obras llenas de tensión dramática y cumbre de su arte. Los diálogos muestran al lector la concepción más grandiosa de la filosofía platónica: La Teoría de la Ideas. En La República aparece esta bella alegoría:

Imaginaos una gruta subterránea donde los hombres yacen encadenados, de tal suerte que no conocen del exterior más que las sombras que se proyectan y se mueven en las paredes de la caverna. Supongamos que estos hombres son incapaces de comunicarse sus pensamientos. ¿No es cierto que todos estarían convencidos que las sombras son objetos reales?

Supongamos, también, que quitan las cadenas a uno de ellos y le obligan a levantarse y mirar la luz del sol. No podría hacerlo sin dolor y la luz impediría distinguir los objetos reales de los que nunca vio más que las sombras. ¿Cuál sería la respuesta de este hombre si le dijeran que lo visto antes no eran más que sombras y que ahora es cuando contempla verdaderamente las cosas por primera vez?

Algo parecido ocurre, sigue diciendo Platón, cuando intentamos elevarnos del mundo sensorial – del ver, oír, palpar, oler, sentir frío, etc. – en que nos hallamos sumidos, hacia el mundo del espíritu y de las ideas. Sólo poco a poco podemos habituarnos a la luz de ese mundo superior y nuestros ojos se abren paulatinamente a la auténtica realidad. Cuando se han abierto, nos percatamos de que los objetos del mundo cotidiano no son más que un vago reflejo de las ideas.

Las ideas más elevadas son la belleza, el bien, la justicia y el valor. ¿Qué es la belleza? Algo distinto y mejor que un objeto bello, aunque esté presente en cada cosa bella. Un rostro encantador cambia, pero la belleza, la pura belleza, es inmutable. La idea posee realidad más elevada que la forma con que aparece. Cada objeto, cada fenómeno terrestre, no son más que un pálido reflejo del mundo de las ideas. Sólo éste es el mundo de la verdadera realidad, es su origen. Las cosas deben su existencia a la idea. Lo bello sólo es bello porque participa del ideal de belleza.

Algo parecido sucede con las ideas superiores; los arquetipos, el contenido de las nociones específicas, la ley general, es todo cuanto constituye la auténtica realidad. La verdadera realidad es el peso, no la piedra que cae; la verdadera realidad es el concepto caballo – es decir, las estructuras de notas comunes a todos los caballos, cualquiera sea su sexo, edad, talla y color -, no el caballo concreto.

Y así, todas las demás cosas. Los individuos nacen y desaparecen, nacen y mueren, pero el concepto general, el arquetipo, nunca deja de existir. Ahí está, según Platón, la verdadera realidad o idea. Podemos ver las cualidades aparentes de las cosas con nuestros ojos, escucharlas con nuestros oídos y percatarnos de ellas con nuestros sentidos, pero no podemos aprehender la idea más que con nuestro pensamiento; sólo éste nos garantiza un conocimiento perfecto.

El Bien, la idea más perfecta y de las que todas las demás participan y derivan, es Dios. A veces habla Platón de las ideas superiores como de seres espirituales. Para él, pues, son algo más que simples conceptos de especie; las ideas proceden del espíritu divino. Las idea en cuanto y mientras las pensamos, no son la realidad, sino como reflejos de ella en nuestra mente. Ésta, con ocasión de alguna sensación o experiencia interna, “recuerda” alguna realidad o idea que vio cara a cara antes de venir a para a la cárcel del cuerpo, esa caverna en que cada cual vive durante esta vida, y en cuyos muros desfilan las sombras de las ideas; o sea, las cosas y fenómenos materiales.

Platón fue impulsado a su Teoría de la Ideas por la apremiante necesidad de descubrir una verdad absoluta, un criterio fijo para juzgar en un mundo inestable y cambiante.

Vivir en el mundo de las ideas es disfrutar de la mayor felicidad y así, la contemplación de las ideas es el objetivo al que deben tender los seres racionales. El que abre los ojos a esta realidad superior es incomprendido por la mayoría de los hombres. Si un troglodita abandonase de súbito la oscuridad de la caverna y saliera a la luz del sol: “¿ No se burlarían de él? ¿No dirían que sus ojos están ofuscados por la luz y que, por consiguiente, no conviene salir de las tinieblas? ¡Y pobre de quien intente liberar a los prisioneros y conducirles a la luz!” Sócrates era prueba de ello. Los trogloditas le dieron muerte.

Platón tuvo también esta amarga experiencia: Los hombres no quieren ser liberados de las sombras de la prisión. Esta decepción hizo que se encerrara cada vez más en el círculo de sus fieles amigos y discípulos. Su ideal político lo explica en La República, en que expone a grandes líneas la organización del Estado ideal. El organismo estatal sólo tiene validez para él si está dirigido por hombres que puedan educar al pueblo, que puedan hacerlo bueno y feliz, ya que sus miras se dirigen hacia un mundo ideal. “ La única forma válida de gobierno es aquella en que el poder está en manos de los filósofos”.

¿En qué medida consiguió Platón actualizar esta teoría? Hubo una ocasión en que la situación parecía propicia. Creyó Platón que los trogloditas aceptarían al fin la luz: la corte de Siracusa le llamó para enseñar su doctrina. Corría el año 366 antes de Cristo, Dionisio había fallecido un año antes y Dión, su admirador, gozaba del favor popular. Dión esperaba, ayudado por su maestro, atraer al joven Dionisio II, al ideal político de Platón. Aguardábase con impaciencia el encuentro entre el soberano más poderoso y el mayor filósofo de Grecia. Dionisio recibió a Platón con el boato adecuado a un príncipe; para agradar a su célebre invitado reformó de manera drástica la frívola existencia de su corte. Pero el entusiasmo con que recibió la doctrina de Platón se apagó muy pronto. Dionisio no cambió mucho más de su manera de ser bajo el influjo de Platón que lo que había cambiado Alcibíades bajo el de Sócrates.

Quienes temían la influencia de Dión y de Platón persuadieron a Dionisio de que su tío quería arrebatarle el trono. Dión fue desterrado. Entonces se enfrió la amistad entre Dionisio y Platón y el filósofo regresó a Grecia. Pasados algunos años, la situación se aclaró de nuevo. Dión expulsó a Dionisio de Siracusa, que se estableció en Corinto y vivió allí como profesor. Dión fue asesinado antes de llevar a feliz término las reformas que quería introducir en Siracusa. Su muerte truncó las esperanzas de Platón: en adelante sería imposible poner en práctica sus teorías. Su última obra, Las Leyes, expresa la resignación de un anciano frente a una realidad que no pudo someter.

A los ochenta años, Platón abandonó este mundo que tantas desilusiones le causara. Sepultado cerca de la academia, su memoria se perpetúa aún hoy en sus obras inmortales. Todas las metafísicas idealistas de Occidente proceden en línea recta de Platón. En cada resurgir del idealismo, sea en San Agustín, en el Renacimiento, o en el Romanticismo, “los espíritus han vuelto sus miradas al mundo de las ideas de Platón para prender sus antorchas en la llama de un mundo ideal”.

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